Vivimos tiempos carroñeros. La vida pública española está impregnada de una dialéctica de hienas y buitres. España parece reducida a un cadáver en descomposición del que las alimañas se disputan los trozos putrefactos.
La última escena de este aquelarre deprimente ha sido la profanación de la tumba de un Jefe de Estado muerto hace más de cuatro décadas. Muerto en la cama- mal que les pese a las hienas que lo han desenterrado- entre el multitudinario duelo del pueblo al que lideró.
Es difícil controlar las arcadas ante la alegría macabra de las sabandijas que quieren mostrar como una victoria -en una guerra que perdieron hace ochenta años- la humillación del cadáver del que les mojó la oreja en el campo de batalla.
No hay mayor muestra de miseria moral que el ensañamiento con quien ya no se puede defender.
Pero si vomitivo es contemplar la celebración de los revanchistas, más asquerosa resulta la exhibición de cobardía, bajeza y sumiso oportunismo de los mayores beneficiarios de su Régimen y de los que, teniendo la obligación de defender su memoria, recularon en tablas plegándose a las exigencias de los nostálgicos de la checa que pululan en la logia de Ferraz.
Y, sin embargo, hay veces que, como el propio Caudillo dijo en uno de sus últimos discursos, no hay mal que por bien no venga.
Porque, ante la vergonzosa connivencia de las autoridades políticas, militares, eclesiásticas y judiciales en la infamia, destaca, por contraste, la espontaneidad y sencillez del homenaje popular.
En el traslado de los restos de Franco no hubo representantes de la Corona. Ni falta que hacía. Pero resulta revelador del talante borbónico la ingratitud ante quien les permitió volver a ceñir una corona que debería estar en un museo.
Franco, a pesar de sus muchos aciertos, cometió errores. El más garrafal fue, obviamente, la elección de sucesor.
La otra gran cagada fue darle barra libre a una Iglesia que se apresuró a darle la espalda en cuanto venteó que el Régimen del que tanto había mamado, llegaba a su fin. Tocaba cambiar de ubre nutricia.
Ayer, entre los españoles que nos concentramos en el cementerio de Mingorrubio, no había obispos ni cardenales. Sólo algún cura raso desafiando las iras de osoros y bergoglios.
No había Generales pero sí algún leal y valiente oficial de uniforme y algunos Caballeros legionarios representantes de esa época, que ya parece tan remota, en la que el Tercio, en lugar de una tropa auxiliar del globalismo, era un crisol de valentía y honor.
No hubo ninguna banda militar de esa charanga de payasos castrados en la que ha devenido el Ejército español, pero pudimos escuchar, gracias a la megafonía que habían improvisado unos patriotas, las notas siempre emocionantes de El Novio de la Muerte.
En el colmo de la mezquindad, el Gobierno le quiso negar los honores que como Jefe de Estado le correspondían. No hubo ninguna compañía para disparar las veintiuna salvas de ordenanza. Pero la humilde pirotecnia y el valor de unos patriotas permitió que, cuando salía el féretro a hombros de sus familiares, retumbasen las veintiuna salvas de ordenanza en el eco grandioso del Valle de los Caídos con la solemnidad sincera de los homenajes genuinos.
Seguro que en el Pabellón de Oficiales de los soldados eternos de España, el comandantín del Ferrol esbozó una sonrisa al escuchar las improvisadas descargas.
J.L. Antonaya