17 abr 2014

La tiranía del doblepensar.

En "1984", esa novela que según pasa el tiempo se revela más profética, George Orwell, con esa neolengua que hoy llamaríamos Lenguaje Políticamente Correcto, acuñaba el término "doblepensar" como "la facultad de sostener dos opiniones contradictorias simultáneamente, dos creencias contrarias albergadas a la vez en la mente...". No se puede definir mejor la esquizofrenia congénita de esa casta biempensante y bienmangante que controla nuestros medios de comunicación.
Desde el editorial más pedante del periódico "serio" de turno, hasta el último libro de texto de escuelas, institutos y parvularios, pasando por subtítulos de teletienda, guiones televisivos, hojas parroquiales y anuncios de laxantes, hay una idea que se graba a fuego en la mente de los sufridos y gregarios ciudadanos libres y soberanos: todo es relativo y cuestionable.
No hay ningún valor superior, ningún principio moral o ninguna idea trascendente. Todo es relativo. El que dos homosexuales convivan juntos es igual de válido, e incluso mejor, que la pareja formada por hombre y mujer. La Patria es un concepto discutible. La religión, un conjunto de fábulas para consolarnos ante lo inevitable de la muerte. El sexo no es más que un entretenimiento que no tiene nada que ver con el amor. Proteger la vida de los bebés nonatos no es más que un resabio de beatas y melindrosos que hablan como si los bebés abortados fueran focas o ballenas, bichos que sí que merecen nuestros ecologistas desvelos (aunque no tanto como para levantarnos del sofá, eso no). Y así sucesivamente. 
Pues bien, aunque todo es relativo y vale tanto el golpeteo de un tambor en una aldea africana como la mejor ópera de Mozart, un ciudadano que cumpla con su canónica obligación de doblepensar debe admitir, a la vez y al mismo tiempo, que hay dogmas incuestionables.
Sobre todo uno. El gran tabú. Tan obligatorio, sagrado y venerado que hasta la más modesta pretensión de investigarlo históricamente es merecedora de los más atroces castigos y los más furibundos anatemas: el presunto holocausto judío en la Segunda Guerra Mundial.
Ese es el mandamiento supremo del nuevo dogma políticamente correcto. Se pueden hacer chistes y burlas sobre todo. Es de buen tono burlarse de la religión católica, cachondearse de las víctimas del separatismo o quemar la Bandera Nacional. Pero como algún historiador, investigador o simple curioso  plantee la más mínima duda sobre la realidad histórica de lo que, quizá y sólo quizá, pudiera parecer una exageración interesada de la propaganda bélica, caerá sobre él todo el peso de la ley y será encarcelado, multado y repudiado por los siglos de los siglos.
Recientemente, los ministros de Justicia e Interior de la Unión Europea han aprobado una ley que tipifica como delito la negación del citado holocausto. Un delito castigado hasta con tres años de prisión.
Así que ya saben, amiguitos: deben practicar con más aplicación el sano ejercicio de doblepensar para creer, a la vez y al mismo tiempo, que se puede tener libertad de opinión y ser castigado por no creer lo que es obligatorio creer.  
Por mi parte, como no me apetece que un gallardón, un estebanibarra o algún otro inquisidorcillo profesional me denuncie por blasfemo, estoy dispuesto a jurar que creo firmemente y sin la más mínima sombra de duda que una nación en guerra destinó valiosos recursos y montó una gigantesca infraestructura para masacrar a millones y millones de judíos en lugar de pegarles un tiro y echarlos a una fosa común. De verdad que me lo creo.
Creo firmemente y sin la más mínima sombra de duda ni reserva mental que "El Diario de Ana Frank" no es una obra de ficción. Estoy dispuesto a jurarlo sobre el Corán, el Talmud y el Necronomicón. Doy mi palabra de budista sufí. Que conste.  


    J.L. Antonaya

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