No sólo es que sean malos, que lo son, sino que además son ridículos.
Cada vez que en España hemos tenido la desgracia de padecer un régimen de los llamados democráticos, la cosa, además de terminar como el rosario de la aurora, ha tenido siempre un tono a medio camino entre lo patético y lo grotesco. Quizá sea porque, como señalaba Onésimo Redondo, el sufragio siempre elige a los peores españoles: la monumental estafa llamada democracia parlamentaria es, por su propia naturaleza, un concurso de trileros, un campeonato de sinvergüenzas y una olimpiada de embusteros.
Esto, con ser triste, no pasaría de constituir una molestia, soportable hasta cierto punto, si no fuera porque esta fauna de escaño y prebenda, además de a vaciar nuestros bolsillos en su beneficio, suele tender a destruir la misma Nación que esquilma.
Esa mezcla de soberbia, papanatismo y desvergüenza que conforma, como marca registrada, la naturaleza de nuestros políticos, les lleva a creerse sus propios embustes. Todas las milongas autodenominándose sacrosantos depositarios de la soberanía nacional y demás habituales sandeces, les hacen creerse con derecho a decidir sobre cualquier cosa y, claro, al final se les ve la hijoputez y la imbecilidad.
En sus inmorales, relativistas y muy democráticas molleras no caben valores superiores ni principios trascendentes.
Es imposible hacer entender a estos marrajos que la Unidad de España está muy por encima de sus mediocres y tramposas constituciones, leyes y reglamentos.
Que pretender decidir con votaciones cosas como la integridad territorial de nuestra Patria es no sólo inmoral sino estúpido.
Que aunque una mayoría absoluta de mongolos decidiera que el cielo es verde, éste seguiría siendo azul.
Que aunque crean que la mediocridad y la apatía que han inoculado en nuestro Pueblo les dan impunidad para sus desafueros, contemporizar y negociar con el separatismo es un crimen imperdonable.
Que a todos los cerdos les llega su San Martín.
J.L. Antonaya