14 oct 2015

Talibanismo.


En 2001,  mucho antes de que a raíz de las distintas "primaveras árabes" los moros integristas fuesen denominados "rebeldes" y, más recientemente, "refugiados", la destrucción en Afganistán de los budas de Bamiyán, unas gigantescas figuras religiosas con más de 1.500 años de antigüedad, fue unánimemente condenada por los grandes medios. Los budas fueron dinamitados en nombre de esa religión que el Papa y los demás progres consideran pacífica y tolerante. 


Más recientemente, los mercenarios y terroristas financiados por USA, Arabia Saudí e Israel han destruido o saqueado gran parte del patrimonio arqueológico y arquitectónico de Siria e Irak. Aunque con más tibieza, también hubo cierta condena por parte de las grandes agencias de noticias. 
No voy a entrar en la evidente hipocresia que supone rasgarse las vestiduras por estas salvajadas mientras se mira hacia otro lado ante las crucifixiones, violaciones y torturas que el Estado Islámico perpetra contra cualquiera que no se someta al Corán. Ya estamos acostumbrados a que la masa borreguil que se conmueve reglamentariamente ante la caza de un león en África, o la lidia de un toro en España, muestre su indiferencia ante los crímenes de guerra islámicos o ante el genocidio perpetrado en Palestina por esa banda terrorista llamada Ejército Israelí.
Pero, lo que es indudable es que la destrucción de monumentos históricos es una vileza que obedece al deseo de borrar cualquier rastro del enemigo o de sus ancestros.
Esa pulsión iconoclasta y dinamitera no es sólo cosa de moros asilvestrados, sino que ha sido compartida por los más variados cabronazos a lo largo de la Historia. 
Desde los bolcheviques rusos reduciendo a cenizas miles de templos ortodoxos, pasando por los rojos de aquí haciendo lo propio con nuestras iglesias en la Guerra Civil hasta las civilizadas tropas estadounidenses destrozando a mazazos las esculturas de Arno Breker, el genocidio cultural ha sido una práctica seguida con entusiasmo.
En España, hace tiempo que la piara rogelia se ha empeñado, como los equipos de fútbol mediocres, en ganar en los despachos lo que no fueron capaces de ganar en el campo. La ley de memoria histérica persigue con saña cualquier cosa que recuerde al demonizado bando vencedor o, ya puestos, cualquier cosa que huela a patriotismo, heroicidad o nobleza.
 Como se ha demostrado con los rebuznos proferidos por kichicolaus, perroflautas, güilistoledos y demás fauna el pasado 12 de Octubre, esta gente no es que odie a los que les mojaron la oreja en el 39, es que odia a España. 
Los últimos en apuntarse a esta moda de la demolición han sido los remilgados y correctos militantes de Ciudadanos. En el Ayuntamiento de Majadahonda, los más entusiastas en pedir la demolición del Monumento a Mota y Marín,  mártires rumanos caídos luchando contra el comunismo, han sido los flamantes recambios anaranjados del Pepé. Partido, que por cierto, ya ha destruido el Monumento a Onésimo en Valladolid y ha eliminado del callejero muchas menciones políticamente incorrectas. 
El talibanismo y la hijoputez hace tiempo que dejaron de ser un patrimonio exclusivo de la izquierda. 

J.L. Antonaya

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