13 oct 2019

EL GUERRERO DESARMADO (Un cuento de orcos)


El castillo orco, en Ispablönde, bullía con una actividad frenética. Gorrum-Sor, el supremo jefe orco, había ordenado que se celebrase la fiesta más grande. La más ruidosa. La más ebria. Una fiesta que fuera recordada por mil años. 

Cuando algún despistado preguntó por el motivo de la celebración, un soldado de la Guardia  le dijo que celebraban la victoria definitiva sobre los elfos de Ispablondë.
El despistado que preguntó estuvo a punto de replicar que la última guerra la habían ganado los elfos acaudillados por el Rey Frahnör . Y Frahnör llevaba muerto cuarenta años. 
Pero se calló porque los miembros de la Guardia, la escolta personal de Gorrum-Sor, no se distinguían por su amabilidad con los curiosos. 
Y porque, desde que se promulgó el Edicto de la Memoria, estaba prohibido hablar de la última guerra salvo para hacer aspavientos ante la terrible maldad de Frahnör y alabar la bondad absoluta y celestial de los orcos derrotados. 
Y es que desde la muerte de Frahnör, las cosas habían cambiado mucho.  
Ispablondë, el antiguo imperio elfo, hace siglos había sido temido por los orcos y respetado por los otros reinos elfos.
 Hace siglos. 
Ahora apenas era una sombra de sí mismo.
A la muerte del invicto Frahnör, su sucesor, Porkyrön, un rey débil, borracho y menguado en su juicio, había acogido como amigos a los orcos para, según dijo, sellar la reconciliación entre ambos pueblos. 
Algunos elfos, los que habían combatido en la última guerra, avisaron sobre el peligro que suponía para Ispablönde dejar establecerse de nuevo a los orcos en el reino. Que, bajo la santurrona máscara de buena voluntad, los orcos escondían el odio y el resentimiento más feroces contra el reino elfo que los había derrotado siempre. Pero nadie les hizo caso.
Y así, protegidos por Porkirön y su corte de aduladores, los orcos fueron agasajados y, poco a poco, ocuparon los cargos principales del reino. 
Y lo que nunca habían sido capaces de conseguir con las armas en la mano lo consiguieron con la astucia y el engaño.
Desde su nueva posición de poder, los orcos, en una gran operación de selección inversa, promocionaron a los elfos más ruines a los cargos de importancia. Los generales más cobardes y codiciosos, los jueces más mendaces y obedientes, los juglares más vulgares y mentirosos, los funcionarios más corruptos e ineptos, se convirtieron en los paradigmas de la nueva administración. Gorrum-Sor, el líder orco, puso especial cuidado en tergiversar la Historia de Ispablondë. 
A los escolares elfos se les enseñó una Historia de su pueblo que les hizo abominar de su pasado. En la nueva Historia redactada por los orcos y sus aliados, los elfos aparecían como asesinos inmisericordes. Las grandes conquistas de los tiempos imperiales fueron presentadas como crímenes y se eliminó cualquier referencia a las barbaries y asesinatos cometidos por los orcos.
Cuando, con la salud quebrantada por el alcohol y los excesos, el rey Porkyrön abdicó, ocupó el trono su hijo Letiznarfin, más inepto aún que su padre. 
Con Letiznarfin, casado con una princesa orca, el poder de Gorrum-Sor alcanzó su cénit: Su odio contra Ispablondë se desató y se encarnó en la promulgación de leyes encaminadas, cada vez con menos disimulo, a la destrucción de Ispablönde.
 Los decretos y edictos de Gorrum-Sor abrieron las fronteras del reino a los pueblos salvajes del sur, fomentaron el desorden y la arbitrariedad, aumentaron el poder de los caciques regionales que pretendían escindirse del reino y, sobre todo, declararon delito cualquier crítica a esta decadencia programada.  
Y ahora, por fin, Gorrum-Sor estaba a punto de culminar su obra destructora con un gesto que había soñado siempre: profanar la tumba de Frahnör, el caudillo invicto que había derrotado  mil veces a los orcos, y esparcir sus huesos para que fueran devorados por las alimañas.
Lo que hacía más feliz a Gorrum-Sor no era la profanación del sepulcro en sí, sino el hecho de que nadie entre los elfos se oponía a su vileza. 
El poder, se decía Gorrum-Sor, era esto. No sólo hacer lo que le viniera en gana sino saberse dominador de las conciencias de sus siervos. De esos infelices elfos que aplaudían cuando insultaban su Historia. 
No hay siervos más sumisos que aquéllos que se odian a sí mismos y que se sienten culpables por haber sido una vez vencedores de sus actuales amos. 
Exultante y alegre con estos pensamientos, Gorrum-Sor, tras comprobar que los preparativos de la celebración habían concluido, ordenó el inicio de la marcha hacia la tumba de Frahnör. 
La comitiva partió entre el estruendo de los tambores y el retumbar de los cuernos de guerra. Varios trolls de las cavernas flanqueaban las filas orcas armados con enormes mazos. Eran los encargados de destruir la lápida que cubría los restos del viejo héroe. 
Cualquiera que viera el impresionante desfile de la Guardia de Gorrum-Sor podría pensar que, en lugar de contra el sepulcro de un anciano, se dirigían contra algún formidable ejército enemigo.
Para regodearse en el escarnio, Gorrum-Sor había dado orden de que los que los que custodiaran el sepulcro para garantizar la tranquilidad de la profanación no fueran orcos, sino elfos traidores. Era la máxima humillación contra la moribunda nación elfa. La vieja Ispablondë nunca volvería a ser la admiración del mundo.
Y, de pronto, algo llamó la atención del supremo jefe orco. Un alboroto en el acceso al templo que guardaba el sepulcro. 
Frente a la barrera de esbirros renegados, un elfo, uno solo, increpaba a los profanadores. Desarmado, aunque ataviado con el viejo uniforme de los antiguos guerreros, el elfo solitario se enfrentaba -sin miedo- a los acorazados esbirros. Sin miedo. Les increpaba -sin miedo- y se resistía a abandonar el templo. Al final, fue reducido. 
Pero Gorrum-Sor supo en ese momento que aquel solitario guerrero desarmado había salvado la honra del viejo reino y que jamás podría vencer a Ispablondë .


A mi camarada Ignacio Menéndez, uno de los últimos halcones en un mundo de borregos.


J.L. Antonaya

    

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