19 abr 2014

Inciensos asfixiantes y necrológicas hiperglucémicas.

Llevamos una temporada de irreparables pérdidas, tan lloradísimas por las plañideras oficiales del progresismo canónico, que cuando alguien muere y es unánimemente glosado en las ya habituales y apasionadas hagiografías reglamentarias, uno empieza a percibir el olor a chamusquina propagandística a kilómetros. Ya se sabe que todo el mundo es bueno cuando se muere, pero el nivel de besaculismo en algunos casos roza lo grotesco.

Vamos a ver, y sin dar nombres: hace muy poco tuvimos un empacho de lágrimas y de papanatismo buenista cuando murió cierto tiranuelo africano cuyo más reputado logro fue poner el país más próspero de África al mismo nivel de miseria, violencia y corrupción que sus vecinos. El que el citado fiambre fuera responsable de innumerables agresiones y de una violencia descontrolada contra los granjeros blancos, que su lucha por el poder incluyera quemar vivos a sus opositores, o que a su muerte dejara una fortuna de muchos millones de dólares de difícil justificación, no fue óbice para que la progresía de todo el mundo se rasgase sus vestiduras, cubriera de cenizas sus cabezas y lamentase con asombrosos alardes de cursilería el óbito del figura. Algunos desconfiados y conspiranoicos se preguntan si el llanto hubiese sido igual de sonoro si el finado no hubiera sido negro y no hubiera estado apadrinado por judíos comunistas. 
Cuando hace poco falleció el principal genocida de nuestra Guerra Civil, también hubo concurso de sollozos y festival multimedia de lamentos por parte del periodismo más solemnemente lamelibranquio. Se le consideró un artífice admirable de nuestra Santa Transición y los prósperos beneficiarios de la misma enviaron coronas de flores y evacuaron pésames desconsolados. 
Más tarde, murió un ex-Secretario General del Movimiento que batió el Récord Guinnes de perjurios, traiciones y promesas falaces y cuya alabadísima hazaña fue convertir España en un conjunto de taifas corruptas con los resultados de todos conocidos y por todos disfrutados. Más pastelazo y renombre de aeropuerto al canto.
Ahora, cuando ha muerto un escritor tan unánimemente alabado incluso por gente que jamás ha leído un libro, hay algunos malpensados que empiezan a preguntarse si la saturación de incienso hubiera sido la misma si este prócer, en lugar de ser amigo de Fidel Castro, hubiera acostumbrado a irse de cañas con Pinochet, por decir algo. O si sus ladrillescas, prolijas y somníferas obras maestras no se hubieran recreado en adular los bajos instintos de la progresía más relamida y pedante. Cualquiera sabe.  
Miedo da pensar en lo que tendremos que ver, oír y leer cuando se muera cierto campechano monarca.


J.L. Antonaya 
      

PASANDO...