Ha muerto Arturo Fernández y la tele oficial del régimen del 78 ha dedicado 30 segundos escasos a su necrológica.
Es normal.
Nunca formó parte del pesebre de palmeros y titiriteros subvencionados de la cultura oficial progrecateta.
No era de la pandilla de la "ceja" que lamía las suelas de Zapatero.
No participaba en las grotescas películas de travestis de Almodóvar ni en los diversos chiringuitos y mafias de titiriteros mediocres y estómagos agradecidos patrocinados por el Ministerio de Cultura y las clónicas Consejerías Autonómicas de Propaganda y Corrección Política.
No necesitaba rendir pleitesía a ninguna de las gusaneras progres que desde hace décadas manejan la cultura oficial.
Porque, a diferencia de los analfabetos funcionales que forman ese "Star System" de Todo a un Euro, Arturo Fernández seguía llenando teatros a sus noventa años.
Precisamente hoy, en una comida con amigos y camaradas, comentábamos la abismal diferencia entre los actores de los años sesenta y setenta (los Alberto Closas, José María Rodero, Luis Prendes, Pedro Osinaga, José Bódalo, Antonio Casal, etc...) con la mediocridad ambiente en un panorama teatral y cinematográfico regido, con escasísimas excepciones, por la zafiedad, la sal gorda y la escasez de recursos interpretativos.
Arturo Fernández era elegante sin afectación, cómico sin chabacanería, seductor sin estridencia, trabajador incansable sin aspavientos.
Y, además, según los que le conocían, era buena persona.
Encarnaba, por tanto, todas las antítesis de esta posmodernidad hedionda y decadente.
Que los dioses y las musas le reciban con laureles en el Parnaso de los actores inmortales.
J.L. Antonaya